Interior Mina
por Alfonso Gumucio Dagron
Corriendo en el callejón entre las dos
filas de habitaciones de adobe, haciendo zetas para evitar la canalización abierta y
maloliente, dando saltos a derecha y a izquierda del agua sucia como ya tenía la
costumbre, resbalándole los pies pequeños y húmedos en las abarcas sueltas de fatiga.
Al contornear el último cuarto debía agachar la cabeza de un solo golpe preciso para
evitar la esquina doblada de la calamina que había cortado como cuchillo más de una
frente.
Le latían en la frente las palabras.
Pensaba, "dice el Nogales que te ocultes porque están entrando por detrás del
Sindicato"... o mejor, "papá, dice el Nogales que te hagas humo hasta contar
cero..." Vio la calamina frente a su nariz, dio el cabezazo hacia abajo en el aire,
sintiendo en los cabellos que acababa de burlar una vez más la punta traicionera. lba
levantando la cabeza, su mano asida al ángulo del muro para tomar la curva sin perder
velocidad, sus abarcas de llanta de camión frenando en seco en la pendiente; entonces
chocó con la espalda de uno de ellos. Ya estaban en la casa, habían entrado por todas
partes y no solamente por detrás del Sindicato.
Sobresaltado el
soldado enterró el caño de su Garand entre dos adobes.
- ¡So bestia... carajo! -el sargento estaba a pocos
metros-. ¡No estás agarrando una vela sino un fusil! No estarás con miedo de este yoqalla,
¡já! |
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El soldado se volvió pálido contra el yoqalla
y le dirigió un gesto amenazador. Luego, sentado con el fusil entre las piernas, se
dedicó a sacar la tierra del caño con un alambre que traía cuidadosamente enrollado en
un bolsillo del uniforme.
Reconoció el quejido que llegaba del
interior de la habitación: quiso entrar pero el sargento se lo impidió. Apercibió a su
madre sollozando sentada en el borde del catre. Un militar de bigote la estaba haciendo
llorar, seguramente. Al levantar la cabeza encontró los ojos del sargento.
-¿Esta es tu casa? -se dejó preguntar. -Sí
señor... -respondió huraño.
-No puedes entrar, Miteniente la está
interrogando a tu mamá.
-Sí señor
-y esperó sentado al lado de la
entrada-, ¿interrobando?, ¿rogando, borrando? atisbó entre las botas del sargento.
Vio cruzar a su madre hacia el fogón, oyó que
avivaba el fuego con su aliento, que meneaba la sopa hirviendo en la olla, que se secaba
el vapor de las manos y del rostro con el delantal
y las lágrimas. 0 quizás
simplemente imaginó que así era. La bota de Miteniente apareció a pocos
centímetros de su cara, sobre la grada. Miteniente dio una orden al sargento y
éste partió al trote con el soldado, Miteniente miró el sol, miró el callejón,
miró el suelo, lo miró a él.
-¿Dónde está tu padre? -acariciándose el bigote.
-No-sé-señor -se atropelló él.
-¿Cómo?
-¿Acaso no está aquí en la casa señor?
-No. Justamente lo estamos
buscando
para que arregle un problema surgido con la radio del Sindicato.
La radio. De allí venía él. Allí le había dicho
clarito el Nogales: "Andá corriendo a tu casa y dile a tu padre que se han entrado
otra vez". Otra vez, una vez más, de nuevo, los uniformes.
Su madre se acercó a la puerta secándose las
manos, el ceño fruncido.
-¿Dónde pues te has metido mocoso? Aquí sola me
dejas toda la mañana -lo increpó-. Entrá, vas a tomar tu caldo -lo arrastró de una
oreja sin las- timarlo.

Miteniente se quedó afuera. Daba pasos
grandes frente a la entrada. El sol se iba y venía con cada pasaje de Miteniente.
Sonaron algunos disparos a lo lejos, Miteniente se detuvo. Silencio. Otra vez los
pasos de Miteniente. Junto a la olla otro soldado sorbía de cuclillas una taza de
caldo, mirando inquieto el sol que se iba y venía a través del portal, la sombra
desmesurada de mi teniente. El soldado partió una papa con la cuchara y dio los últimos
sorbos a su caldo.
-Gracias señora -dijo tendiendo tímidamente la
taza.
-Le voy a aumentar, debe estar con hambre. Ha debido
caminar mucho
-Cerquita nomás estábamos
-se interrumpió
como si hubiese dicho demasiado.
-Sírvase de todas maneras. Usted es pues pobre,
como nosotros; debe tener hambre -y volvió a llenarle la taza.
-Gracias señora -repitió como avergonzado, mirando
de reojo hacia la entrada, la sombra que pasaba, el sol que se iba y venía.
Su madre le sirvió también una taza llena hasta el
borde con harta papa.
-¿Y dónde pues has estado hasta ahora? -inquirió
en voz baja.
-En la radio, mamá, con el Nogales
-Shsh...
su madre le hizo un gesto mirando hacia la entrada. Sombra, sol, sombra, sol. -¿Y tu
papá acaso no estaba con el Nogales? -preguntó ansiosa. No, hizo él un gesto con la
cabeza. El soldado parecía no oír nada, la cara metida en el vapor de la taza de caldo.
-iAy!
no lo habrán agarrado solo en alguna
parte -lastimada, afligida.
Sombra, sol, sombra
sombra.
- ¡Cabo! -era la voz del teniente.
- ¡Firrrme-mi-teniente-tee! -se puso de pie
sobresaltado, sin saber qué hacer con la taza que tenía en las manos.
-Andá a ver dónde se ha metido el boludo de tu
sargento, hace media hora que ya debería haber vuelto -dijo exagerando el tono
autoritario.
- ¡Su-orrdden-mi-tenien-tee! -y salió al trote,
cruzándose en la entrada con el teniente.
- ¡Chico! -otra vez a él -¿Cómo te llamas? -dijo
esta vez en tono amistoso Miteniente.
-Jaimito se llama -intervino la madre-. ¿Para qué
cosita lo necesita, teniente
?
-Jaimito, vas a ir a buscar a tu papá. Seguro que
tú sabes dónde está.
-Sí señor
- ¡Ajá! ¿Sabes dónde se mete?
-No señor
-Para qué dices "sí señor"
entonces
Dile, cuando lo encuentres, que yo me voy a quedar aquí hasta que él se
presente. Voy a estar charlando con tu mamá. Dile eso.
-Sí señor.
-Dile también que no sea zonzo, que no haga las
tonterías que hizo el 67
¡andá pues, qué esperas!
-Sí señor -miró a su madre, en su rostro vio la
angustia, en el movimiento mínimo de sus labios creyó leer un ruego.

Un frío ceniza se extendió sobre el distrito
minero. Silencio en la Plaza Alonso. Las cuatro entradas estaban guardadas por soldados.
El silencio se iba hundiendo, un rumor, un murmullo, a veces un grito. Los soldados no
hicieron nada para impedir que las primeras mujeres entraran en la plaza, cruzaron en
diagonal hacia el edificio del Sindicato, cargadas de sus wawas, sudorosas. Una vez
que las últimas acabaron de llenar la plaza, el griterío se acentuó.
-¿Qué hemos hecho pues? -No contentos con llevarse
nuestra radio, están tomando presos otra vez, ¿por qué motivo, por qué razón?
- ¡Hasta el agua y la electricidad han cortado!
¿Con qué derecho pues?
-¡Y la pulpería cerrada! Ni carne, ni arroz, ni
azúcar. ¿Qué hemos de comer pues? ¿Acaso quieren matarnos de hambre?
-¿Y a nuestros maridos por qué los están tomando
presos?
- ¡En la ciudad los han agarrado a nuestros
dirigentes y aquí siguen persiguiendo, tomando presos!
La ventana del segundo piso del Sindicato se abrió,
apareció un militar flanqueado de algunos civiles enfundados en abrigos oscuros.
- ¡Señoras! Este distrito minero y otros cinco
-tomó su tiempo para barrerlas con la mirada-, son ahora zona militar por decreto del
Supremo Gobierno, ¡zo-na-mi-li-tar! -repitió.
- ¡Esta es zona minera, no zona militar! -gritó
una mujer.
-...lo cual quiere decir -continuó con calma el
militar - que la manifestación que ustedes han organizado es ilegal, obedece a consignas
foráneas y constituye un acto de insubordinación a las autoridades militares...
- ¡Uuuh!... - el griterío acogió las palabras del
militar.
-¡Que nos devuelvan el local del Sindicato! iQue
nos devuelvan la radio!
-¡Que dejen libres a nuestros dirigentes y a los
obreros presos!
- ¡Señoras! uno de los micrófonos de la
radio reforzaba ahora la voz del militar-, no me obliguen a hacer despejar la plaza por la
fuerza. Deben irse a sus respectivas casas hasta nueva orden.
-¿Y qué vamos a comer pues? ¿Qué les vamos a dar
a nuestros hijos? ¿Y con qué agua hemos de cocinar?
- ¡Señoras! estamos en estado de sitio y la
manifestación de ustedes es una provocación. El gobierno sabe que aquí actúan
extremistas que influyen en el ánimo de los trabajadores...
- ¡Nada de extremistas, mineros, obreros!
-Extremistas -continuó impaciente el militar - que han llegado desde afuera para el
último congreso minero y han influido en los trabajadores para que vuelvan a elegir a los
mismos dirigentes...
- ¡Dónde están los extremistas, muéstrenos entre
los presos a los que son extremistas, a los que no son trabajadores!
- ¡Señoras!, no voy a tolerar mayores
provocaciones. Cuando sus maridos vuelvan al trabajo y la situación esté normalizada,
seguramente se levantará la zona militar. Pero si continúa la huelga general yo soy
responsable del orden en este distrito minero.
- ¡Los trabajadores han declarado la huelga porque
el gobierno ha tomado presos a los dirigentes elegidos por las bases!
- ¡Hemos declarado la huelga general después de
que ustedes han ocupado las minas, después de que han tomado nuestro Sindicato, después
de que se han llevado nuestra radio!

El militar no escuchó más, desapareció detrás de
la ventana seguido por la comitiva de civiles que lo acompañaba. Un soldado cerró
momentos más tarde la ventana. Las mujeres se fueron retirando en grupos, hablando
acaloradamente entre ellas. La masa fue adelgazándose para desaparecer en los callejones
del poblado minero. El frío cenizo se había instalado en el ambiente.
Esta vez las luces no aparecen una detrás de otra,
los perfiles de las cabezas y de los guardatojos no se recortan como sombras sucesivas
mientras el carro se desliza hacia la salida de la mina. Esta vez no. Esta vez no hay
carro, el movimiento no es regular y las lámparas de los guardatojos se desplazan
agrupadas, a izquierda o a derecha, muy lejos en la más profunda oscuridad del socavón.
Los soldados cuidan la bocamina sin acercarse
demasiado; el rapaz ha entrado sin dificultad. Esta oscuridad es absoluta, aquí no se
acostumbran la vista. Uno trae su luz o no ve nada; piensa así y camina siguiendo el
nervio del socavón, los rieles que sirven de guía. Más allá, una luz. Camina hasta
toparse con un minero de guardatojo y lámpara, el Nemesio.
-¿No lo ha visto a mi papá, compañero? - emplea
la palabra que su padre utiliza para dirigirse a los trabajadores. El minero se agacha y
con su luz ilumina el rostro del yoqalla. Se endereza, le tiende la mano, lo lleva
hacia adentro.
-Vamos a buscarlo juntos... -el ruido de sus botas
resuena en los charcos. El ha entrado pocas veces a la mina, siempre con su padre. Ahora
es diferente, han cortado la luz, no suenan ni las palas ni las perforadoras, no tiemblan
los buzones ni se desprenden los muros dinamitados. Ahora es más bien el silencio el que
se escucha, un silencio roto apenas por murmullos lejanos que rebotan de una galería a
otra, se transmiten ágiles trazando en la oscuridad una red de niveles, galerías,
socavones, salas, buzones. Las botas del minero aplastan los charcos de copajira. La mano
seca y agrietada lo introduce de pronto en una pequeña pieza de madera, forrada de
periódicos. Luz, hombres pijchando coca.
-Por aquí pasó tu padre -le dice serenamente. Una
máquina de escribir, papeles, una vetusta mesa de madera. Un papel es retirado de la
máquina.
-Bueno -un minero levanta el papel-, voy a leer:
"Comunicado del Comité de Huelga No. 4. Compañero soldado: ¿te has preguntado en
algún momento cuál es la razón por la cual tienes que soportar el frío y el hambre
haciendo guardia acá en las minas? Y lo que es peor, ¿te has preguntado cuál es la
razón para que tengas que apuntar y amenazar con tu fusil...?"
-Por aquí pasó tu papá -la mano seca,
agrietada... cálida.
-"No sabes acaso, compañero soldado que los
mineros tenemos hijos, que tenemos madres y tenemos esposas, que se quedarían
desamparados si tú obedeces órdenes de los generales para masacrarnos..."
-Vamos... -se deja arrastrar de nuevo hacia la
oscuridad. La voz que lee se va perdiendo:
- "
pedimos mejoras salariales porque
igual que tú, tenemos hambre y porque igual que tú tenemos frío..."
Plash, plash, plash, las botas sobre los charcos.
Sus abarcas salpican también la copajira, empapadas, pero él no piensa en ello. Muy
lejos pequeñas luces se desplazan. Plash, plash, plash. Un espacio de oscuridad, otra
pequeña puerta de madera, entre las tablas se filtra la luz. La mano cálida no se
desprende, la otra golpea suavemente la puerta.
- "
las amas de casa nos hemos organizado
para enfrentar a las medidas criminales de este gobierno antiobrero, antinacional y
vendido al imperialismo que ha cancelado las pulperías y dejado sin víveres a miles de
hogares mineros..."
-Buenas tardes compañera, ¿cómo se siente? -el
minero se introduce con él en una habitación donde se encuentran varias personas,
hombres y mujeres; se dirige a una mujer acostada en un rincón, sobre un colchón
improvisado.
-Bien nomás compañero, gracias -es Domitila, del
Comité de Amas de Casa, él la reconoce -, la circunstancia... Pero aquí las compañeras
me han ayuda- do en todo.
-"... y ahora tienen cercadas militarmente las
entradas y las salidas de bocamina, con el fin de aniquilar a los dirigentes y
trabajadores de base que se encuentran en interior mina, dirigiendo la lucha y protegiendo
su vida..."
- ¡Caray, mellizos! -exclamó el minero regocijado
pero su rostro se contrarió al instante -. Pero en esta situación difícil...
-¿Lo estás buscando a tu papá? -le ha preguntado
Domitila; él asiente con la cabeza, sin apartar la vista de las dos wawas-. ¡Ay!
hijo -suspira Domitila, y dirigiéndose al minero de la mano cálida: -llevalo nomás
donde su papá, llevalo.
Hubo que caminar mucho todavía en medio de la doble
noche del socavón, en medio del doble silencio goteado de copajira, o quebrado
plash, plash, plash por las botas. Los pies se le cansaron, el cuerpo se adormecía.
Caminaba con los ojos cerrados, dejándose llevar.
-Por aquí ha pasado tu padre, por aquí ha pasado
-repetía el minero en voz baja. Y él pensando en Domitila, tan gorda que la había visto
días antes. ¿Cuántos hijos tiene ya la Domitila? La mano lo soltó en un trecho
iluminado del socavón, un lugar más amplio. Varios mineros circulaban, discutían, se
reunían aquí. La mano cálida pasó delante de su rostro, le señaló un rincón... Vio
a su padre tendido en el suelo junto a otro minero, en el otro extremo del espacio
iluminado, al borde de la sombra.
 |
Se acercó, se acuclilló a su lado, lo miró
largamente. Pensó que tenía que darle todavía el recado del Nogales. Tendría que
contarle también lo de Miteniente. Y que al Nogales se lo llevaron con la radio en
un camión Caimán. |
Y que Domitila... Retiró con cuidado el
guardatojo, la lámpara estaba rota. Miró el rostro de su padre, sus labios apretados, su
pelo húmedo de tierra, los pómulos amoratados. Tocó el hombro, ligeramente, con los
dedos, pero no dormía. Recorrió el cuerpo con los ojos, faltaba un zapato. Se quedó
allí de cuclillas mirando a su padre, acompañándolo, resistiendo las lágrimas.
Caminaba sin prisa por el callejón
entre los muros de adobe. Al contornear el último cuarto agachó sin ganas la cabeza,
sintiendo en los cabellos el extremo de la calamina doblada, como siempre. Miteniente
estaba allí, en la puerta.
-¿Entonces? ¿Ya sabes dónde está tu padre?
-inquirió como otras veces.
-Sí señor -dentro de la habitación se hizo un
gran silencio.
-¿Cómo? iCon que sabes donde está! ¿Lo has
visto?
-Sí señor - sintió la respiración abultada de su
madre-. Mi papá dice que si quiere hablar con él... dice que si quiere... que vaya a
buscarlo en interior mina...
Imaginó que su madre acababa de apretar los
párpados. 
Alfonso GUMUCIO DAGRON (1950). Es narrador, poeta, ensayista,
fotógrafo, cineasta y especialista en comunicación para el desarrollo. Sus relatos
aparecen en Seis nuevos narradores bolivianos (1979) y en Cruentos (1998). Interior mina,
obtuvo una mención en el Concurso Internacional de Cuento "La Palabra y el
Hombre", 1977, Veracruz (México). Sus cuentos han sido publicados en antologías de
Alfredo Medrano, Angel Flores, René Poppe, Manuel Vargas y Raquel Montenegro. La máscara
del gorila (1982) obtuvo en México el Premio Bellas Artes de Literatura en la categoría
de testimonio. Además es autor de cuatro libros de poesía y varios estudios sobre temas
de comunicación y cultura. |