Ya Nadie Espera al Hombre
por Renato Prada Oropeza
Al pintor Gíldaro Antezana
El paisaje se
extiende por los cuatro costados del pueblo como palma rugosa de viejo. El viento sopla en
el rostro y saca lágrimas a los ojos. Por ello es mejor agachar la cabeza para caminar
más rápido. La pampa cerca el pueblo por todos sus límites, lo acorrala y deseca. El
paisaje es de soledad y de rostro huraño a la vida. El viento araña las casuchas,
sacándolas, con paciencia de bruja, cáscaras de barro, dejándolas casi en harapos.
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Es mejor no ver a nadie ni nada,
sino dirigirse, con los ojos cerrados, a la casa de dos pisos, la única del pueblo que
ostenta el presuntuoso letrero pintado, en una madera descolorida. |
Cuando pasa un camión
por la calle ancha que atraviesa el pueblo, el polvo hace irrespirable el aire; entonces
uno tiene que bajar más la cabeza y tratar de introducirla en la bufanda que se está
desenvolviendo jalada por el viento
Pero tampoco uno puede dejar en el suelo las maletas
que carga porque eso significa detenerse y retrasar la llegada a la casa que es la única
pintada de celeste en el pueblo, la única pintada de cualquier modo.
Ahora, de improviso, uno quiere detenerse no para
descansar los brazos, sino para meditar un rato, un momento sobre todo lo que va a decir o
hacer o sobre lo que le ha llevado (o vuelto sería mejor decir) al pueblo; pero uno ya se
imagina que eso no tiene mayor importancia, porque no podría traer el arrepentimiento ni
cambiaría nada.
El frío penetra un poco por los intersticios de las
costuras de los guantes, y la bufanda ya parece un pendón al aire sujetada apenas por la
quijada de uno que empieza a sentir el adormecimiento producido por la presión hacia el
pecho y el golpe del viento frío.
Aquí es donde se tiene que detener uno para ver,
por lo menos por un instante, la fachada de la casa que parece ahora de un gris celeste
agobiado como todo lo que se encuentra en el pueblo. El letrero (que antes brillaba con
letras de orgullo) ya no puede ser descifrado con seguridad; bien puede ser interpretado
por "Vergel", "Hotel", o algo así, puesto que el tiempo sólo ha
querido conservar un esbozo de la letra final.

Las manos se desentumecen un poco y los dedos se
mueven como fatigados danzarines antes de ir hacia la puerta y golpear con
energía. Nadie responde. Uno mira a un lado y ve la ola de viento dejar el pueblo para
extenderse a sus anchas, por la pampa. La mano se impacienta en el aire, arregla la
bufanda y vuelve a golpear la puerta con más energía. Adentro parece escucharse el ruido
de alguien que se mueve trabajosamente. El corazón de uno se sobresalta un poco y empieza
a invadirle una especie de impaciencia y expectación de niño, mucho más de lo que
podía imaginarse antes. Uno mira al otro lado del pueblo y allí, al fondo de la calle,
en el límite con la pampa misma, hay una figura humana que se mueve empujada por el
viento, nadie puede decir que sea un hombre o una mujer, o (también es posible) un ser
andrógino transportado por el viento a este pueblo fantasma y sombrío.
El ruido en el interior ha crecido poco a poco y la
mano, por hacer algo, se ha puesto a arreglar esta vez el sombrero que estaba bien
encasquetado desde la estación. La puerta empieza a abrirse lentamente y uno puede ver
primero un dedo gris y terroso como desprendido de la misma tierra, con la uña amarilla y
resquebrajada que hace pensar en la ocupación anticipada de ese miembro humano por la
muerte. Después es toda la mano que se extiende por la arista de la puerta y se esfuerza
por abrirla. Pero el esfuerzo parece condenado al fracaso y uno, viendo esa mano tan
triste y seca, no puede imaginarse sino que intenta algo imposible. Entonces se brinda uno
mascullando cualquier frase de excusa o de cortesía y empuja la puerta que gime con un
grito de protesta para ceder y descubrir el rostro de la persona dueña de la mano. El
rostro es un manojo de arrugas finas diseñadas con tal paciencia y arte que parece no
haber descuidado un solo trozo, por pequeño que sea, de piel sin llenarlo con su
correspondiente arruga. Uno quiere dar un paso atrás y decir cualquier excusa ("Me
be equivocado, perdone", por ejemplo) pero ya es tarde porque el viejecillo ha
extendido la mano indicando con un gesto que se puede pasar al interior de la casa. Aún
más: con un movimiento que nadie podría esperar de este ser atrapado ya por el guijarro
que habita en sus carnes, se abalanza hacia las maletas y trata de levantarlas del suelo.
"Es demasiado para Ud. Yo lo haré", dice uno y él le mira con unos
ojillos de desesperación e impotencia que uno no atina sino a añadir: "Por
favor".
El viejecillo se adelanta para indicar una silla y
una mesa. No es necesario que uno haga esfuerzos para traer a la mente todo lo que de su
vida pasada encierra el enorme salón adornado con almanaques de varios años y
fotografías enormes de artistas; sobre todo sigue resaltando, (más gris ahora, por
supuesto), el enorme cartel de propaganda de una película de guerra. Tres soldados
avanzan trabajosamente en medio de restos de trincheras y estallidos de explosivos.
"Ese soy yo, Luisita".
"¿Cuál?"
"El más grande".
"Y ese soy yo".
"Pero yo soy más grande".
"Vamos a matar a los enemigos".
El viejecillo ha desaparecido para volver con una
botella y un vaso. Parece no querer enterarse de nada, de adivinarlo todo. "Hace
frío", dice y destapa la botella con un trabajo inaudito.
Uno se sienta y observa con más calma al viejecillo
que está sirviendo el pisco, vertiendo el líquido con una mano tan temblorosa que apenas
se puede imaginar uno que podrá llenarlo algún día. Por ello uno extiende la mano y
toca la del hombrecillo y él levanta el puñado de arrugas y le clava a uno sus dos
ojillos un poco sorprendido. A uno le entran escalofríos de muerte y se dice que no es
posible que sea él, que no ha podido cambiar tanto en tan poco... "Pero no se puede
decir que cuarenta años sean poco tiempo", se dice uno. El viejecillo sigue
sosteniendo la botella haciendo esfuerzos por comprender. "Yo lo haré", dice
uno al fin y el hombrecillo parece animarse y deja la botella en la mesa.
El licor entra quemando la garganta y, luego, da un
alivio a todo el cuerpo. Lo calienta desde adentro y le da ánimo para invitar al
viejecillo a sentarse y brindar una copita. Pero él no puede ya que no está más para
estas cosas, aunque acompañará para que así uno se entere de lo que desea.
Uno vuelve a servirse otra copa que la vacía en la
garganta con un frenesí de sediento. Empieza a hablar de sus impresiones sobre el pueblo.
Claro que es triste, en esto está de acuerdo el viejecillo; aunque, si se va a la
estación del ferrocarril los días domingos, el aspecto del pueblo puede parecerle hasta
alegre a uno ya que viene mucha gente de lejos, para el día de feria.

EI calor de la tercera copa se siente ya menos y si
se lo permite el señor, uno se quitará la bufanda. Los ojillos hacen un gesto
afirmativo. Pero, esta vez cambiando de tema, uno se pregunta cómo se puede mantener un
hotel en este pueblo que no parece estar habitado por nadie. Es una pregunta que se le
ocurre a uno. Y el viejecillo no se extraña de esto ya que es verdad que él mismo no
puede afirmar que sea algo que dé para vivir a más de uno, pero que ahora él se ha
quedado solo...
"¡Solo!", exclama uno para luego, sin
saber qué decir ante la mirada de sorpresa del viejo, servirse otra copa y apurarla
inmediatamente, de golpe. Esta vez ya no se siente la entrada del trago.
Y es así que la imagen del viejo se va tornando
más difusa como esos cuadros pintados con malas pinturas que ya no resisten el embate de
la luz y del tiempo.
"Murió también ella". Se escucha la
frase en el cuarto enorme. El rostro se sumerge en un mar de arrugas donde desaparecen
primero los ojillos y luego la boca y las cejas, para no quedar sino una especie de puño
recién nacido. Uno tiene un arranque de pena infinita y lleva la mano a reposarla en el
hombro del viejo. El se sacude un poco y, con las manos crispadas, frota el terrón de
arrugas hasta hacer reaparecer en él las cejas, la boca y los ojillos sucesivamente.
"Después se fue Luisa, mi sobrina, y me quedé
solo", dice el viejillo. Uno tiene ganas de pedir más detalles pero se contiene y
bebe otro trago largo. Las imágenes de los retratos se van distorsionando poco a poco.
Los tres soldados, ahora sí, parecen moverse a tropezones y parecen agacharse para oír
mejor las palabras de los niños que los señalan desde el piso:
"Yo soy aquel, el más grande".
"Y yo, el que está apoyado en la roca".
0, también las otras palabras, esta vez ya no sobre
ellos ni tampoco dicha por niños:
"Volveré Luisa. Te lo juro".
"No. No volverás jamás. Odias nuestro
pueblo".
"Quiero vivir mejor. El viento me ahoga".
"Por eso no volverás".
"Quiero ver árboles, casas que nos reciban con
abrazos de novias".
En el cuarto hay todo un remolino de voces
acumuladas en todos los rincones, flotando en el aire aquí detenido desde siempre, pegado
a los muros donde el tiempo se condensa en pequeñas gotas amarillas y empieza a lagrimear
en corrientes zigzagueantes. Uno no sabe que hacer con tanta carga contenida.
"Y, antes mi hijo. Murió mi hijo". Las
palabras hacen detener la avalancha. Por un instante todavía parece hacerse el vacío, un
pequeño hueco en el remolino. "¿Hijo?", dice uno. El viejo aparta la cara para
ocultar las lágrimas de las miradas de un extraño y asiente con la cabeza. "Murió
mi hijo en el extranjero". Las imágenes de las paredes empiezan a ondular nuevamente
y las voces, a surcar los aires con corrientes de frío. Los soldados, reemprenden su
fatigosa carrera hacia el enemigo prestando apenas oídos a las palabras del viejo.
Uno se sirve otra copa de pisco y hace esfuerzos
para dar con el corcho en la boca de la botella. El enorme salón tiene que dilatarse para
contener tanto efluvio del pasado. Uno no sabe a qué atender, si a las palabras del
viejo, a la marcha forzada de los tres soldados o a las voces que transitan por todas
partes. Uno siente que sucumbirá en esta mezcla desaforada. Alarga la mano para tomar el
vaso que parece escabullirse en su muda agonía. El licor refresca un poco, el ánimo y
aquieta el ambiente que había adquirido proporción de locura. Uno cierra los ojos y
desea dormirse para despertar en otro mundo, fuera de los ojillos del viejo, del pueblo,
de la silueta de Luisa que, precisamente en este momento, se ha parado en el vano de la
puerta para dar vuelta la cabeza y mirarlo a uno antes de enderezar sus pasos hacia la
estación.
"Es él, mi hijo que ha muerto", dice el
viejo y alarga una fotografía amarillenta que se sostiene apenas en el aire como mariposa
avejentada, con temor de posarse en una flor petrificada por el tiempo (la mano del
viejo). Uno balancea la cabeza para poder ver mejor la fotografía y, apenas, a la luz del
foco que cuelga del cielo raso, puede ver a un jovenzuelo erguido, con el cuello estirado,
al lado de una muchacha que ha puesto la mano sobre el hombro de una señora que sonríe
con timidez provinciana al verse (por primera vez quizá) frente a ese artefacto tan
misterioso y amenazante. El dedo del viejo bordea el rostro del jovenzuelo, cubriéndolo
muchas veces, y termina por detenerse en la cabeza del muchacho, tapándola por completo.
"Es él", dice el viejo. Uno no sabe qué decir, si preguntar algo o mirar a
otro lado, lo que sería un acto de descortesía incalificable... "Luisa", ha
dicho el viejo acercando los ojos a la fotografía y sumergiéndose, perdiéndose en su
contemplación; retirándola incluso de la vista de uno para sujetarla con las dos manos
frente a él, apoyándola en la mesa para mejor comodidad.
Uno se siente un poco aliviado y da otro trago a la
botella (dejando esta vez a un lado el servicio del vaso de cristal que se va perdiendo en
el olvido). Uno se siente nuevamente emergiendo a esa realidad de embrollo y ruido que
parece ser el reino del enorme salón. Hay momentos que, sin saber de dónde, llega la voz
del anciano. "Ella y yo... Yo". Uno desea ir al servicio porque ya no se
encuentra en buen estado. Pregunta algo y el viejecillo, salta de cualquier rincón para
ponerse frente a uno y decirle que él le guiará, que le siga.
EI
viejecillo está con una vela en la mano. Su pequeño rostro, con la luz vibrante de la
vela, se tiñe de un aire grotesco, se infla como un globo pronto a reventar en cualquier
momento. |
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La mano que protege la llama parece
cincelada en un trozo de noche con un instrumento de fuego vivo que le ha dejado en los
bordes huellas de su naturaleza. El cuerpo del viejecillo, que anda casi agazapado sobre
la vela, le hace pensar a uno en ciertas ilustraciones de cuentos de hadas, donde el
duendecillo conduce a los niños perdidos por cavernas sombrías, húmedas y pletóricas
de sarmientos vivientes que penden de las rocas.
Uno se detiene y ve cómo el
duendecillo recorta sus movimientos bruscos como los de los personajes del cine mudo que
nunca parecen correr sino saltar ágilmente.
Uno quiere gritarle para que
se detenga pues teme extraviarse en este sin fin de corredores y pasillos que van
enredándose más y más, pero el duendecillo ha desaparecido en cualquier recodo
dejándole a uno librado a su suerte.
Uno se apoya, fatigado en medio de la oscuridad, en
una puerta que empieza a ceder. Alguien se sorprende en el interior de la pieza y pregunta
algo. Es una voz de mujer. Entonces uno vuelve a empujar la puerta y dice, por supuesto:
"¿Luisa?". Adentro no se escucha nada pero alguien respira con fatiga. Uno
siente cada vez más la necesidad de obtener respuesta y vuelve a preguntar más fuerte:
"¿Luisa?". En el cuarto, la persona aclara la voz con un carraspeo ligero y
dice que si ha vuelto uno. Uno quiere abalanzarse al interior pero la puerta ya no cede
más, resiste con terquedad maligna. Uno pide a la persona del interior que le ayude.
"¿Has vuelto, entonces?", dice ella. "Claro", responde uno. "Has
vuelto", dice la voz.
La puerta no cederá nunca y la voz ya no responde.
Uno se siente desfallecer por el esfuerzo y se deja caer como un arlequín moribundo, al
pie de la puerta. Allí se podía dormir hasta que llegara el día pero uno es
sobresaltado con la candela encendida por el viejo. "Se ha quedado aquí", dice.
Uno se apoya en la pared para levantarse y a la luz
de la vela, ahora puede ver que la puerta está asegurada con un candado por fuera. Uno
mira con ojos desorbitados al viejo que, sin comentario, emprende la marcha.
"Espere", dice uno y da dos saltos para detener al viejo. "Aquí hay
alguien".
El viejo se detiene y le mira sorprendido a uno.
Mueve lentamente la cabeza. "En esta casa sólo estamos usted y yo", dice con
tono de indulgencia, de quien comprende todo lo que ocurre.
Uno baja la cabeza y sigue al viejo.
El viejo vuelve a ponerse a hablar. "Mi hijo ha muerto en el extranjero. Yo sólo
vivo para rezar por su alma". Uno siente que el licor se va desvaneciendo poco a
poco. "Sé que le soy útil allá donde está', dice y levanta la vela más alto que
su cabeza. Se detiene y señala un cuartucho semi abierto. "Le espero", dice.
Uno baja la cabeza y entra en el cuarto y se dice que ya todo se ha desvanecido como el
licor, que no vale la pena aclarar nada, que el viejecillo se estará así, con la vela en
la mano, murmurando sus oraciones, hasta que uno vuelva, y que ya no valdrá la pena
destruir su ilusión de servir a su hijo (ahora al fin) con sus oraciones ya que él (el
hijo) seguramente, en el mundo donde está, necesitará de ellas.
Renato PRADA OROPEZA (1937). Narrador e investigador literario.
Reside en Jalapa (México). Con su novela Los fundadores del alba (1969) obtuvo el Premio
Casa de las Américas en Cuba y el Premio Nacional de Novela Erich Guttentag en Bolivia.
Publicó además: Argal (1968), Ya nadie espera al hombre (1969), El último filo (1975),
y el ensayo La autonomía literaria (1976). |

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