El Abrelatas
por Jorge Suárez
No
fue Ausberto García quien hizo el gol del triunfo. Fue, sépalo el público ahora, él.
Él, que ahora está en el centro de la cancha, ve llegar la pelota, como descolgándose
del cielo, corre, la recibe en el pecho, la baja hasta los pies y mira al frente: dos
enormes zagueros salen a marcarlo, los gambetea en círculos y se escapa como una saeta
por un costado de la cancha. De pronto, mediante un quiebre de cintura, cambia de
dirección y se dirige al arco. Ya el arquero se le arroja a los pies. Intuye la maniobra.
Lanza arriba la pelota. Da un prodigioso salto y convierte el gol con un violento golpe de
cabeza. iGoooool! Y el Wilsterman ganó el campeonato. Gracias a él, al
desconocido.
Y el periódico anuncia que ese día se correrá la
tercera etapa la del Gran Premio Nacional de Automovilismo. Baja el juez la banderola
dando la señal de partida y él, que ahora está en Santa Cruz, empuja a fondo el
acelerador y se bebe de un solo envión la pista. Pasa por la Angostura y ve
desarrollarse, arropada por el monte, la lente sierpe de la Cuesta Colorada. Llega a
Samaipata entre las hileras de público que lo aclama, porque ya las radios han informado
que un desconocido, él, más audaz que Bendeck y más temerario que el tarijeño Paita,
encabeza la carrera. Las plantas de los pies convertidas en alas mueven los pedales
y el ruido del motor, incorporado a su respiración, es un susurro. Vuela. Cruza por
Comarapa, cardos con flores rojas que lo saludan al pasar; por la Siberia, fantasmal
ilusión entre nieblas raídas; por Montepunco, nieve y laderas azules. Ya nace al fondo,
en un lento horizonte ceniza, el valle de Cochabamba, y oprime el acelerador. No se
detiene en la meta cuando cae la banderola por segunda vez dándole el triunfo. Se va de
largo hacia la plaza San Sebastián, donde un gran gentío se agolpa ya para darle la
bienvenida, en el mismo sitio donde aquella mañana, el sol, interrumpido por un camión
estacionado junto a la vereda, proyectaba un triángulo de sombras sobre los cuadros rojos
y azules del pavimento y sobre el banco en que leía el periódico.
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- ¡Abrelatas! iAbrelatas! - aparecieron los
chicos - Ahí está el Abrelatas.- Empezaron a llover duraznos.-; Abrelatas! iAbrelatas! |
El Abrelatas se incorporó y enarboló su
bastón.
-iAtrás, mierdas! iCarajo! iUno por
uno! iBandidos! iNo se vayan, cobardes!
Y escaparon los chicos ante la
presencia de un carabinero.
-Sí, mi sargento. Así es todos los días. Me
atacan y después se corren. Está bien, mi sargento, buscaré otra plaza. Mañana mismo
buscaré otro sitio para leer mi periódico.
El Abrelatas camina ahora hacia el centro de la
ciudad. Va por la avenida San martín, donde está el Fiero Motas, sentado a la puerta de
su horno, controlando como siempre sus canastas de pan.
.iDónde estas yendo tan apurado? -Estoy
yendo al Correo.
-iAh! ... iAl Correo? iY a qué estás yendo al
Correo? -A recoger una carta de mi hermano.
-¿De tu hermano? iEl que vive en París? -Sí, de
ese mismo.
-iY qué hace en París tu hermano?
-Tiene la torre... la torre... la Torre Fiel. Se ve
todo París desde arriba. Hay que pagar boleto para subir a la torre.
-iY por qué tu hermano no te hace llevar a París?
-Me ha de hacer llevar; pero ya no a París, a
Panamá. -iY qué piensa hacer en Panamá, tu hermano?
-Piensa comprarse el Canal. Es mejor negocio que la
Torre Fiel. Los barcos pagan peaje para cruzarlo.
Y aunque el Fiero Motas no lo crea, su hermano, no
bien llegue a Panamá, le remitirá un pasaje para que se vaya a trabajar con dl como su
piloto de confianza. Y el Abrelatas está otra vez rumbo a la Plaza de Armas, piloteando
un barco y mofándose del Fiero Motas, que se quedó amarrado a sus canastos de pan por
tonto, que si le hubiera creído lo habrían llevado también a él, como su
ayudante. Al llegar a la plaza, un gran letrero, desplegado de un lado a otro de la calle
Bolívar, se bamboleó en el viento.
"Mil pesos de premio al mejor disfraz".
Y el Abrelatas se queda en la calle, apoyado en su
bastón, contemplando el letrero que anuncia, como todos los años, el tradicional baile
de máscaras del Club Social.

¡El carnaval! Desde su inmóvil silencio, en la
soledad de su cuarto, el Abrelatas contempla, sobre un muro, en la tapa de un viejo
ejemplar de El Gráfico, la imagen de Agustín Ugarte cuando jugaba en el San Lorenzo de
Almagro. En la fotografía, Ugarte ha disparado la pelota a un ángulo del arco y el
arquero Roma del Boca Juniors salta inútilmente. La pelota bombea la red. El público se
pone de pie para aclamar la formidable conquista. Y el Abrelatas se decide. Desprende la
fotografía y extrae de su dorso un billete de cien pesos. Llega hasta sus oídos el
alegre rumor de las comparsas. Y sale a la calle.
¡Señoras
y señores tengo el honor de presentar en esta sala al gran Abrelatas, Rey de Caracota! Y
el Abrelatas hace su ingreso al salón. Saluda al público con la mano izquierda. Con la
derecha, se sostiene sobre el bastón. El público lo recibe con un excitante aplauso.
¡Si es igualito! Exclama una mujer. ¡Igualito! |
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Y es él que ha
empezado, su ronda entre las mesas, dando un segundo paso y arrancando un aplauso
atronador. iAsí! iAsí! Ahora el bastón. ¡Exacto! Es él. Y los aplausos que se
escuchan, la alegría que escolta su marcha, son para él. Sólo para él. Reinicia la
pirueta. Arriesga más la extensión del paso. Se detiene. Recibe el clamor del público y
reanuda su marcha. El antifaz se le adhiere al rostro por la creciente humedad del sudor y
las lágrimas.
Lágrimas que le brotan cada vez que se detiene y el
estruendoso batir de palmas lo alienta un nuevo paso. A un paso que es suyo, nada más que
suyo, un paso que lo devuelve, al fin, a su propio espacio. Y proclama su victoria, no
otra victoria.
Y todos sus sufrimientos quedan atrás. Atrás el
día en que su madre fue arrojada por un camión contra un muro. Y el día en que nació
inválido y se crió, sobrevivió en el barro viendo crecer soles amarillentos que
circundaban un cielo siempre gris, y lunas que no podía perseguir por los patios, porque
estaba inerme, baldado en el piso, contemplando el ir y venir de su madre, hasta el día
que se incorporó sobre un palo, dio un paso y volvió a caer.
Y atrás las oscuras horas de la escuela y el
maestro que no lo llamaba nunca por su nombre y el día en que resolvió triunfar. El día
en que enfrentó a dos boxeadores en un mismo ring y los venció.
Ahora es él, sólo él; con un pie firme en el piso
y firme la mano derecha en el bastón de palo. Es él, él, El Abrelatas. El
Abrelatitas como lo llamaban las cholas del mercado. El Abrelatas que nadie conocía. El
Gran Abrelatas que ahora todos conocen. Se alegra y llora. El antifaz se acentúa más y
más sobre su rostro. Una larga ovación corona su triunfo cuando el anunciador, al
concluir la ronda, le alarga una mano para felicitarlo, y él, sin abandonar el bastón,
le hace una profunda reverencia y lo deja con el brazo extendido.
Y es él, sólo él, cuando empieza a bajar una por
una las relumbrantes escaleras del Club Social, da un paso en falso y rueda suavemente
sobre el mármol, mientras que el rugido del público se apaga en el salón y en la Plaza
San Sebastián se agrupa ya el gentío para levantarlo en hombros.
Y atrás queda el día en que
empezó a caminar, apoyando primero el pie derecho, férreamente afirmado en su bastón, y
arrastrando después como un peso ausente el pie izquierdo. Y el día en que alguien,
desde un zaguán anónimo, lo bautizó: ¡Abrelatas!, porque al andar parecía estar
roturando interminablemente la tierra.
Jorge SUAREZ (1932).
Narrador, poeta y periodista. Su primer libro publicado fue Hoy fricasé (1953), poemario
escrito en colaboración con Félix Rospigliozi. Otros libros de poesía: Sinfonía del
tiempo, Elegía a un recién nacido (1964), Sonetos con infinito (1976), Oda al padre
Yunga (1976). Su trayectoria de narrador lo llevó a dirigir talleres de cuento con
jóvenes escritores de Santa Cruz. El resultado de esa experiencia es el libro Taller del
cuento nuevo (1986). Además ha publicado: El otro gallo, y Rapsodia del cuarto mundo
(1985). |

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